La base religiosa del deterioro ecológico
Según he ido profunizando en el
conocimiento de lo social y lo económico, me he ido dado cuenta de que muchos
de los postulados de la ciencia se asientan en principios de orden filosófico y
religioso. También me percaté de que muchos de los comportamientos humanos se
asientan en una visión del mundo similar al que tenían los antiguos pueblos. De
hecho, casi estoy por afirmar que, desde el neolítico hasta la actualidad,
nuestra especie no ha cambiado mucho. Y para interpretar los cambios y las
invariabilidades contamos con la disciplina de la historia. En este sentido, no
creo que escribir la historia consista en realizar una cronología de reyes y
papas, que fue la historia que sufrimos la mayoría de los que tenemos más de
cincuenta años. Tampoco creo que esta historia pueda ser sustituída
mecánicamente por el estudio de grandes agregados sociales que actuan bajo
criterios de racionalidad económica. Pienso que ambos enfoques se complementan,
de modo que las relaciones económicas determinan comportamientos pero las
respuestas sociales dependen también de los individuos que, concretamente,
toman las decisiones en cada momento de los llamados históricos. Y, desde hace un tiempo, estoy convencido de que hay
que prestar atención a la historia de las mentalidades, disciplina bastante
evolucionada en otros pagos pero no aquí, seguramente por la asfixiante presión
del catolicismo.
De este modo, me parece muy importante
descubrir las raices culturales, filosóficas y religiosas del que considero el
más importante problema de nuestra sociedad: la destrucción de nuestro único
patrimonio, la destrucción del planeta. El hombre y la sociedad humana han de
asumir su responsabilidad como administradores y guardianes de un medio que
ocupan junto a otras especies, responsabilidad que proviene de su capacidad de
conocimiento, reflexión y predicción. La consideración de esta función debe
servir de base a una conciencia ecológica, a amar, respetar, admirar y
comprender el ecosistema global del que formamos parte; y a una ética que asegure
la supervivencia de la especie humana, con calidad, dignidad e integridad. De
no ser así, la suerte estará decidida: será la de una colisión y un inexorable
holocausto.
En 1930, mucho antes de que ni siquiera
se sospechara la situación actual, Freud consideraba que el destino de la
especie humana dependería de que el desarrollo cultural lograse hacer frente a
las perturbaciones emanadas del instinto de agresión y autodestrucción. Ya
entonces entendía Freud que la capacidad de destrucción, el eterno Tanatos, era
tan grande que se podría exterminar hasta el último hombre, circunstancia a la
que atribuía buena parte de la angustia y de la agitación de la época. Sólo
cabe esperar que el también eterno Eros despliegue sus fuerzas contra el
adversario, mas no es posible augurar el desenlace final.
Y para tener tal esperanza, es necesario
conocer, acercándose a la naturaleza con la mente del niño, que se sorprende
ante todo porque todo lo desconoce. El atractivo y el embrujo de la naturaleza
son el primer alfabeto y la primera escritura para el niño y, de este modo,
tales valores no se cuestionan. Pero lo más sorprendente es que ese sentimiento
y esa apreciación se encuentran igualmente en el pensamiento de todos los
sabios de la humanidad.
Se puede afirmar que, por primera vez,
nos podemos enfrentar a sucesos que están en condiciones de provocar el fin de la historia por destrucción de la
humanidad. No sólo por el deterioro creciente del planeta, sino también por una
simple orden o por un accidente que es probable, se puede desencadenar la
catástrofe. Precisamente en este punto se situa, a mi juicio, la frontera entre
la modernidad y la postmodernidad –frente a la pretensión
de situarla en el triunfo del capitalismo-, el fin del sentido, el fin de la
historia, el fin de la producción.
Nuestra inestable civilización precisa de
programas de urgencia para superar
las situaciones a las que nos llevaron anteriores programas de urgencia. El hombre ha pasado a ser esclavo de su
propia inteligencia, de modo que aquel mono
sabio de Darwin se ha convertido en un idiota
espabilado, el cual se enfrenta, no a una crisis más de la sociedad
industrializada, sino a la crisis por
excelencia.
Evidentemente, hoy el futuro es incierto.
Del progresismo optimista del siglo XIX hemos pasado a un pesimismo
razonablemente fundado, en la medida que la desaparición de nuestra especie es
algo probable que está a la vista. Esta crisis en la que el hombre se encuentra
hoy atrapado hunde sus raíces en la visión occidental
que se posee del planeta, la Tierra como adversario que ha de ser conquistado y
puesto al servicio del hombre para su explotación y, además, una Tierra de
capacidad ilimitada.
Todo apunta a que nuestra crisis hunde
sus raíces en una errónea concepción del mundo y en una incomprensión de la
ecosfera, incomprensión que descansa sobre el antropocentrismo de tradición
judeo-cristiana. En esta visión, lejos de considerarse al hombre como
perteneciente a la Tierra, se ha considerado a la Tierra como propiedad del
hombre. Yaveh, el dios de los judíos que también es dios de los cristianos,
ordena al primer hombre y a la primera mujer que procreen y se multipliquen, y
que sometan la Tierra y cuanto hay en ella.
Este pasaje bíblico constituye una
auténtica declaración de la actitud de la humanidad frente a la naturaleza
durante los primeros años de la historia judía. El pastoreo y la agricultura,
dos modos de vida que se enfrentan en la historia de Abel y Caín, permitirían
la multiplicación de la especie humana y reforzaron la tendencia hacia una vida
sedentaria –la del agricultor fratricida- que ya había aparecido en tiempos
prehistóricos. De este modo, para lograr necesarios incrementos de población
entre las pequeñas tribus de agricultores y pastores seminómadas que estaban
pasando a la fase de sedentarización, aquel arquetipo judío era apropiado.
La edad media sería el escenario temporal
en el que esta concepción del mundo y del hombre se impondrían, venciendo a
concepciones panteístas fuertemente arraigadas en Europa, especialmente entre
las naciones célticas y germánicas. Esta victoria del judeo-cristianismo sobre
el paganismo supuso la ruptura de un pacto milenario existente entre los
hombres y la naturaleza, por lo que la crisis ecológica no será resuelta hasta
el día en el que abandonemos uno de los postulados centrales de las religiones
monoteístas: el que nos señala que la naturaleza no tiene más razón de ser que
la de servir al hombre.
Esta tradición antropocentrista
–abandonada en casos excepcionales como el de Francisco de Asís- se vería
reforzada tras el renacimiento, cuando el hombre se libera de las ataduras
teológicas medievales pero, aún dueño del planeta, comienza a tener ciencia y
técnica capaces de hacer posible el mandato divino. Más adelante, el laicismo
situará definitivamente al hombre en el centro del universo y, con ello, el
mandato del Génesis alcanza todo su
valor de mandato depredador. Ya no es una orden dada a un pueblo elegido, ni tampoco a una comunidad de creyentes, sino que se convierte en un programa para el hombre, en un proyecto
para un especie racional que ya no tiene tan siquiera que responder ante un
dios de lo que haga con la naturaleza.
Esta tradición se podría encontrar
incluso en la filosofía que subyace en las propias técnicas de análisis de la
economía ambiental convencional, políticas compatibles con el mantenimiento de
la destrucción más o menos sistemática del entorno. Muchos autores, integrantes
de las corrientes dominantes de la ciencia económica, tras reflexionar sobre
este particular, encuentran la filosofía en la que se basa la economía del
bienestar y que legitima las técnicas
de análisis económico que racionalizan, originan y dotan de instrumentos a las
políticas de control ambiental. Y observan con satisfacción que tal filosofía
está anclada en el sistema de valores judeo-cristiano.
Tal vez estos planteamientos puedan
suponerse excesivamente sencillos o excesivamente tendenciosos, pero lo cierto
es que el desarrollo económico en áreas no
occidentales, como fue el caso de China hasta mediada la década de los
setenta, provocó menos impactos negativos. Es posible que la tradición oriental hubiera contribuido a la
promoción de asentamientos de población de tamaño medio y al logro de una
organización del espacio más desconcentrada y equilibrada que en la mayor parte
de los casos occidentales, incluyendo
en éstos a los soviéticos. De hecho, la depredación y el sometimiento de la
vida en su conjunto ha sido característica de las culturas judías y cristianas
y, entre estas últimas, especialmente en el caso de los protestantes. Casi
todas las demás religiones y filosofías reflejan un mayor respeto, admiración y
preocupación por la naturaleza.
No obstante, es necesario señalar que
diversos autores judíos han criticado estas posiciones, argumentando que la que
denominamos tradición judeo-cristiana
no es más que una ficción. Frecuentemente, hacen hincapié en que fue el judaísmo
la primer civilización que promulgó e hizo cumplir una legislación que prohibía
la crueldad con los animales y que dictó leyes prescribiendo la protección de
la naturaleza para el tiempo de guerra. De igual modo, señalan que la tradición
oral rabínica dispone de todo un conjunto de instrucciones concernientes a las
prácticas agrícolas y a la conservación de los recursos naturales, mientras que
el calendario solilunar hebraico y las fiestas religiosas se identifican
plenamente con la naturaleza y sus ciclos. Por último, señalan que, si se
compara el judaísmo con el cristianismo, no fue el primero de ellos el que puso
el énfasis en los milagros en vez de en el orden natural, ni el que predicó el
pecado original, o la corrupción inherente a las cosas terrenales, o la
supremacía del más allá, o el apocalipsis indefectible.
Del mismo modo, ponen de manifiesto el mensaje medioambiental expresado en
significativos textos del Talmud y del Midrash, añadiendo que la Torah contiene
una explícita ética medioambiental
judía. Pero también reconocen que, pese a la posible tradición ecológica de una
religión, no por ello se puede afirmar que quienes la profesan sustenten
categorías ecológicamente seguras. Y, precisamente, uno de los ejemplos para
mostrar este extremo es el del cristianismo, religión que, no obstante basarse
en la fe en una divinidad encarnada,
considera el mundo como un valle de
lágrimas que es mero lugar de paso para una vida ulterior supraterrena
reputada como verdadera vida.
Desde otro punto de vista, también el
cristianismo podría haber constituído el motor ideológico de la unidad entre la
ciencia y la tecnología, que es lo que ha hecho posible la gran expansión del
deterioro. A este respecto, podemos considerar que la ciencia moderna es una
extrapolación de la teología natural; mientras que, por otra parte, la
tecnología moderna puede ser explicable –al menos en cierto modo- como una
realización occidental, de carácter voluntarista, de los principios
judeo-cristianos de la transcendencia y del dominio humano sobre la naturaleza.
En esta senda, hace algo más de un siglo, la ciencia y la tecnología –hasta
entonces dos actividades separadas- se unieron para dar a la humanidad un poder
enorme que, a juzgar por muchos de los efectos ecológicos, se encuentra fuera
de control. Si esto fuera así, el cristianismo habría de sufrir un enorme peso
de conciencia de culpabilidad.
Es evidente que el cristianismo extendió
la máxima judía y la hizo cristalizar a medida que el mundo iba siendo cambiado
por la influencia del hombre. El pequeño mundo de los antiguos judíos fue
sustituido por todo el planeta, el cual ya no tiene espacios libres para una
ulterior expansión del hombre. Y lo verdaderamente importante en el presente es
que el punto de vista judeo-cristiano no sólamente dirige la tecnología
occidental, sino que también se extiende territorialmente. De este modo, una
actitud similar de explotación irreflexiva de los recursos naturales del
planeta se hace cada día más común entre pueblos de otras regiones que han
tomado contacto con el mundo occidental. De esto se desprende un corolario
evidente: si el mundo no es el mismo que el que conocieron los antiguos judíos
y si el lugar del hombre en la naturaleza tampoco es el mismo, nuestra actitud
frente a la Tierra ha de ser también distinta, abandonando, por tanto, el
arquetipo bíblico monoteísta de la dominación productiva y demográfica.