El belén: escenario de vida, muerte y regeneración
Entramos
en la navidad, seguramente las fiestas más entrañables de la tradición
occidental, exportadas a otras partes del mundo y aceptadas con naturalidad por
tradiciones culturales muy distintas. Seguramente la razón de tan buena
integración es que, sin duda, la idea de un niño que viene a salvar al mundo es
agradable a cualquier cosmovisión. Y el belén, la representación plástica de
ese gran acontecimiento, se ha convertido, a lo largo de los siglos, en icono
cultural para creyentes y no creyentes. Parece ser, y todo indica que puede ser
cierto, que el primer belén lo montó Francisco de Asís en la nochebuena de
1223, en una cueva cercana a la ermita de Greccio, un pueblo del Lazio a
orillas del Velino. Fueron los españoles los difusores del belén, a partir del
siglo XV. No hay ningún país que perteneciera al imperio español en el que el
belén, con variantes locales, no esté presente en las navidades. Hay incluso pequeñas
islas pertenecientes hoy a Camboya en las que montan belenes, pese a que la
presencia española no pasó de treinta años en el siglo XVII.
El
belén, por muy simple y modesto que sea, es un entramado simbólico
impresionante. Por desgracia, quienes lo arman no suelen ser conscientes de su
profunda significación. Vamos a tratar, someramente, de desentrañar una
historia mágica y maravillosa escondida en unas cuantas figuras de barro
pintadas y organizadas, cree la mayoría, sin más sentido que lo que tendría un
fuerte del oeste americano o un tren eléctrico.
Atendamos
al ambiente natural y al paisaje del belén. Los evangelios, particularmente el
que se dice según Lucas, nos indican
claramente que Jesús no nació durante el solsticio de invierno, sino en la
primavera. Sólo así se entiende que los rebaños de ovejas estuvieran al aire
libre de noche y que la gente anduviera ligera de ropa. Cristo nació,
seguramente, bajo el signo de Piscis, justamente cuando, más o menos, empezaba
la era de Piscis. El signo del pez es el último del zodíaco mesopotámico,
ligado al agua y a la disolución de las formaciones. Igual que Capricornio
marca el inicio del proceso de disolución, Piscis marca el momento final y el
comienzo de un nuevo ciclo. La tradición popular hace nacer a Jesús bajo la
cabra, el inicio, pero la gnosis cristiana lo lleva al pez, al final y a un
nuevo principio. Piscis se corresponde a la derrota y al fracaso, al exilio, a
la reclusión, al misticismo, a la negación del yo personal, al cristo del monte
diciendo aquello de “hágase tu voluntad y no la mía”. Por lo que respecta al
paisaje físico del belén, este no es real, sino que se confunde en él el Belén
del nacimiento, Belén de Judá, el Nazaret de la anunciación y de la vida del
Jesús niño y adolescente y la Jerusalén sede del sanedrín, trono de Herodes y
capital provincial de Roma.
Los
cristianos diferencian muy bien en el belén dos elementos: el misterio y el entorno. El misterio es la
sagrada familia, el niño recién nacido, María y José. Por eso es muy frecuente
que quienes recurren al árbol pagano como símbolo de regeneración, un árbol de
hoja perenne generalmente, pongan en la base esas tres figuras, las centrales,
evidentemente, de la natividad.
Jesús,
el niño, aparecía en las primeras representaciones, hasta el siglo XVIII,
totalmente desnudo, una manera de enfatizar su condición humana. La desnudez
era para los judíos del siglo I símbolo de seducción y de lujuria, frente a la
tradición griega de entenderla como belleza y armonía. Pero también era símbolo
de exposición sincera, sin artificios, de pureza y de verdad. Los judíos veían
en la desnudez de un niño la inocencia antes del pecado, como desnudos andaban
Adán y Eva en el jardín del Edén antes de comer la fruta prohibida. En un
sentido cristiano profundo y metafórico, Jesús está desnudo, porque también
desnudaban a los condenados a muerte, a los reos de crucifixión. A eso añadimos
el detalle de que el niño siempre tiene un gesto muy característico: dos dedos
juntos de la mano derecha, el índice y el medio. Se trata de la bendición del
cristo en majestad, del resucitado, del cristo rey.
La
madre es la segunda figura más importante del belén. María normalmente viste
tres colores: rosa, azul y blanco. El color rosa remite alegóricamente a la
carne de Jesús, al dios encarnado. Es el color de los afectos. Para los
gnósticos era el color de la resurrección. Por su parte, el azul es el color
del cielo, del agua, de la lejanía. Es un color considerado por la alquimia
como transparente, puro, inmaterial, frío. Es el color de lo divino, de la
verdad, que representa la consistencia del firmamento. Es el color de la
fidelidad. Para los egipcios antiguos, en sus cultos a Osiris, era el color de
la verdad. Por último, nadie deja de saber que el blanco es el color de la
pureza, de la luz, de la perfección absoluta. Se relaciona con lo absoluto, con
el principio y con el fin, porque María verá nacer y verá morir al hijo de
Dios. Es el color de las ceremonias más importantes de paso, el nacimiento, la
boda, la iniciación al conocimiento y la muerte. Aún hoy es color de luto en
algunos países eslavos y en muchos de Asia y, cosa llamativa, lo fue durante
décadas en la corte francesa anterior a la revolución. Normalmente la figura de
María en el belén lleva un pliegue en su vestido muy característico y que
procede del manto ceremonial de las emperatrices bizantinas.
José
es, tal vez, la figura incómoda del misterio,
del belén. En la edad media y en el primer renacimiento fue incluso sacado del
escenario central y apartado a un segundo plano. Era representado como un viejo
de gesto adusto, triste, resentido, un tanto como se representaba a los judíos
en la propaganda antisemita desde la edad media hasta la Alemania nazi y la
Rusia soviética. Esa visión de José, aunque chistosa y ridiculizante, quedó en
la tradición popular, como en los villancicos españoles, en los que aparece
como un imbécil al que hasta los ratones le comen sus prendas íntimas. José,
aunque ya situado en el portal, viste de morado, el color del sufrimiento, que
nos remite a su duda sobre la concepción de Jesús. El morado es símbolo también
de negociación, de equilibrio entre el amor y la sabiduría, lo que cuadra bien
a José. En el pensamiento simbólico de la canción y las costumbres populares el
morado significa fidelidad.
Aún
nos quedan tres personajes fundamentales en el misterio, en el portal: dos animales y un ángel. La mula era el
animal peor valorado por el pueblo hebreo. En una época en la que la fertilidad
era la clave para la supervivencia económica, la infertilidad se veía como un
castigo divino o como un pecado. Pero, a un tiempo, la mula era símbolo de
trabajo. La mula del portal de Belén no es un personaje permanente, ya que, a
veces, quien da aliento al niño es un asno. Y aquí las cosas se hacen más
confusas. El asno, animal del que pensaban que siempre estaba en celo, era para
los egipcios el gran enemigo de Isis, la diosa madre, y atributo de lo que
llamaban segundo sol, esto es,
Saturno. El asno es emblema de paciencia, humildad y coraje. En Caldea la diosa
de la muerte iba de rodillas sobre un asno, navegando en una barca por el río
infernal. Los romanos identificaban al asno con Príapo, dios de la fertilidad e
Isaías, el gran profeta hebreo, dijo: “el buey conoce a su dueño y el asno el
pesebre de su dueño”. Jesús entró en Jerusalén antes de la pascua a lomos de un
asno. Los católicos se refieren a este hecho como de una prueba de humildad y
nada más lejos de la realidad. Los reyes de Israel entraban en Jerusalén para
ser ungidos y coronados sobre una burra virgen y blanca, como había hecho
David. El asno o la mula representan en el belén la continuidad de la dinastía:
Judas Jesús, hijo de Judas José…. hijo de David, David de Belén, el rey.
El
buey tiene el mismo significado que el de la mula, pero con otros componentes.
Es símbolo de las fuerzas ocultas, de la paciencia, del sacrificio, del
trabajo, del sufrimiento. Pero, a un tiempo, representa la oscuridad, la noche.
Es el animal que tira del carro de la Luna y, de esta forma, simboliza el
eterno femenino, la fertilidad. En Grecia y Roma simbolizaba la agricultura, la
fundación, el origen. Pero, son ya más de dos mil años, podríamos estar
hablando de un búfalo, sagrado en toda Asia, animal venerado desde Persia a
China. Por ejemplo, Lao Tse caminaba hacia occidente a lomos de un búfalo. Por
último, ¿y si, como la mula fuera un asno, resulta que el buey fuera una vaca?
La tradición popular también recoge esta posibilidad. La vaca está asociada a
la Tierra y a la Luna. Es símbolo por antonomasia de la madre, la madre
nutriente, y refugio protector. Los antiguos creían que la leche era el polvo
de las galaxias y vía láctea llamaron
Adefonso II de Asturias y Beato de Llébana a las estrellas que llevaban a los
peregrinos hacia Compostela. En el Egipto clásico la vaca era Hathor, diosa del
cielo, esposa del Sol, madre de Horus. Para los germanos era la protectora y
para los astures la diosa blanca que alimentaba, y para ambos pueblos estaba
asociada al agua y a la lluvia, a lo que daba vida a la tierra.
Nos
queda el ángel, símbolo de lo invisible, de las fuerzas que ascienden y
descienden entre el origen y la manifestación. Son figuras muy anteriores al
cristianismo, cuatro mil años antes, presentes en el Génesis y también en todos los libros sagrados mesopotámicos muy
anteriores. En la alquimia representan la sublimación, la ascensión, el
principio volátil. Presentes en todo el arte, incluso en la América muy
anterior a la conquista española, representan lo supraterreno en el románico y
son entes protectores en el gótico. Son figuras asexuadas que se representan
aladas, ya sea con alas de águila como el que anuncia a María su embarazo
divino, ya sea con alas de paloma como el que anuncia el nacimiento de Jesús a
los pastores, ya sea con alas de cisne como el de la adoración al recién
nacido.
Y
con el cisne entramos en el resto de la simbología del belén. El cisne es el
ave que cede sus plumas para las alas del ángel de la adoración. Se trata de un
símbolo de gran complejidad. Los griegos y romanos lo consagraron a Apolo como
dios de la música, por la mítica creencia de su dulce canto antes de morir. Su
plumaje blanco representaba para ellos a Venus y a la mujer desnuda, la
desnudez permitida, la inmaculada, la virginidad. De ahí pasó, con el
cristianismo, a ser símbolo de María. Pero su largo cuello es visto en el
clasicismo como símbolo fálico. Esa ambivalencia hace que en alquimia
represente al mercurio filosófico, siendo centro místico y unión de los
contrarios. Todo ello hace del cisne un valor arquetípico, una montura
mortuoria, como se aprecia en los panteones y en las tumbas, e incluso en la
decoración de los viejos coches fúnebres, remitiéndonos otra vez al mito de su
canto moribundo. Así como el caballo es el sicopompo diurno el cisne es el
nocturno, navegando sobre las olas y tirando de la barca del dios Sol. No en vano,
Lohengrin, tal vez san Lorenzo, el caballero del grial, es el guerrero del
cisne. De otra parte, el huevo del cisne aparece habitualmente como el huevo
cósmico, símbolo de la virgen celestial que es fecundada por el agua o por la
tierra, identificado icónicamente con Magdalena. En el juego de la oca, de
origen templario y trasunto del camino de Compostela, el ganador es el que
llega al lago de los cisnes, al que hay que entrar con número fijo, porque no
hay atajos ni por exceso ni por defecto al conocimiento. Se trata del final del
camino, el final del iniciado y el principio del iluminado, que descansa tras
penosa marcha en el jardín de la sabiduría. Es la casilla número 64 del juego,
aunque no está numerada en el tablero. Se ha llegado a la sabiduría secreta,
iluminada y no escrita, desde la casilla 63. El 9 (6+3) es el número del
maestro perfecto del rito escocés de la francmasonería, tres veces tres. Los
antiguos celtas tenían al cisne como encarnación de los seres supraterrenales,
aunque a veces lo confunden con el ganso, con la oca, lo que seguramente llevó
a los templarios y a los masones a convertir en juego de la oca lo que sería juego
del cisne, pero, de oca en oca… hasta el lago de los cisnes,
maravillosamente hecho música por Chaikovski.
Pocos
animales vemos en un belén tradicional. Las ovejas, patos, camellos, caballos,
gallinas, son añadidos costumbristas, como en América podemos ver llamas, en
algunas islas delfines o ballenas o en zonas montañosas osos o ciervos. También
podemos encontrar perros y gatos, e incluso cerdos, animales estos últimos
impuros en la tradición bíblica. Pero siempre veremos un gallo, normalmente
rojo. El gallo es quien anuncia el nacimiento de Jesús, como también será el
que cantará su muerte tras las tres negaciones de Pedro. Es símbolo solar en
tanto que ave de la mañana. Representa la vigilancia y la actividad y, por
ello, es costumbre cristiana ponerlo en las veletas más altas y sobre los
cimborrios de las iglesias, para que salude al Sol, a Cristo, incluso antes del
amanecer, antes de que la iluminación nos llegue del oriente. Su cresta roja y
sus colores vivos nos remiten al fuego, a la lucha, al arrojo y al valor. El
gallo fue venerado por los antiguos sirios y egipcios, mientras que griegos y
romanos lo consideraban un conductor de almas.
Piezas
fundamentales del belén son los reyes magos, importantísimos en la mitología
cristiana popular pero insignificantes en la ortodoxia. De hecho, sólo un
evangelista, Mateo, habla de ellos y los despacha en dos líneas. Por su parte,
Lucas, el evangelista que más se ocupa de la vida doméstica de Jesús, de su
nacimiento y de su infancia, ni siquiera los menciona. Sin embargo tienen un
gran peso en los evangelios apócrifos, los que la iglesia rechaza por falsos. Ni siempre fueron magos ni mucho
menos reyes, ni tampoco tres. En un principio eran astrólogos, seguidores de
una estrella, tal vez del que hoy conocemos como cometa Halley, que los llevó
hacia el occidente. Fue en el siglo VI cuando se estableció que eran tres
sabios, en la idea de que representaran los continentes conocidos en la época y
las edades del hombre. Melchor, anciano, es europeo; Gaspar, adulto, asiático;
Baltasar, joven, africano. Y tuvo que llegar el siglo XV para darles el título
de reyes. Es entonces cuando la iglesia comienza a considerar la magia y la
alquimia, también la naciente ciencia positiva, como algo oscuro y negativo,
identificándolo todo con los poderes del infierno. El rey simboliza, en lo más
abstracto y general, al hombre universal y arquetípico, y, como tal, posee
poderes mágicos y sobrenaturales, idea ya presente en las creencias animistas y
astrobiológicas. Expresa también el principio reinante o rector, la suprema
conciencia, la virtud del juicio y del autodominio. Para Jung, interpretando al
rey como centro del cosmos, representa la sabiduría del inconsciente colectivo,
lo que se aprecia en la figura del rey en los cuentos tradicionales, donde
convertirse en rey es símbolo del desarrollo del yo.
Un
elemento central del belén es el río, un elemento de simbología riquísima. Representa
la fertilidad por cuanto riega la tierra y da de comer a los hombres, además de
apagar la sed de quien necesita agua. También representa el transcurso de la
vida, lo irreversible, el abandono y el olvido. “Nadie se baña dos veces en el
mismo río”, dice Heráclito. Para los judíos el río que baja de las montañas era
símbolo de la misericordia divina, mientras que para las culturas más
orientales la confluencia de los ríos en el mar representaba la fusión de la
individualidad con lo absoluto, idea aún vigente en el hinduismo y en el
budismo, lo que nos remite al nirvana.
Más tarde el cristianismo hizo del río la representación de Jesús, en la medida
en que el agua es el origen de la vida.
Vinculado
íntimamente al río está el pescador, que coge en él los peces para llevarlos a
la vida eterna. “Os haré pescadores de hombres”, dice Jesús a sus primeros
seguidores. Pero pescar, simbólicamente, también es echar el anzuelo a las
profundidades de la interioridad para alcanzar la gnosis. Pescar es extraer los
contenidos profundos, los tesoros difíciles de obtener de los que nos hablan
los cuentos, la sabiduría en último término. El pez es un animal místico que
vive en la profundidad del agua, disolución y, al tiempo, renovación y
regeneración. El pescador es el hombre capaz de actuar sobre las fuentes de la
vida, el que tiene conocimiento de las mismas. Por eso el caballero Parsifal
encuentra al custodio del grial como un rey pescador.
El
pez es uno de los símbolos más antiguos de Cristo, bautizado por el agua de manos
de Juan, el sumo sacerdote en las tradiciones gnósticas, templarias, cátaras y
masónicas. Durante mucho tiempo los cristianos, conforme a la tradición judía,
abominaban de la figuración antropomórfica de la divinidad, y representaban a
su hombre-dios como un pez. La palabra pez
en griego y escrita con mayúsculas (IJCHYS) fue interpretada como ichthys jesous christos yios soter, esto
es, Jesucristo hijo de dios salvador.
Ahora podemos entender en toda su profundidad el viejo villancico castellano,
tan infantil aparentemente: “mira como beben los peces en el río por ver al
dios nacido”. Pero también nos remite al signo zodiacal del pez, Piscis, el
portal de una nueva era.
En
la orilla del río nos encontramos con otra figura clásica del belén, la
lavandera. En principio es la representante de la comunidad que acude al río de
la vida a lavar los problemas. Pero la alquimia nos dice que el lavado, el
blanqueo, es el primer paso para el éxito de la gran obra. Lavar en el río es
doloroso, hace daño en las manos, como lo es blanquear y depurar la propia
existencia, limpiándola de las razones vitales y de los impulsos espontáneos.
Representa la negación de uno mismo, paso necesario para el verdadero progreso
moral. También Cristo dijo en su día: “abandónalo todo y sígueme”.
Cerca
suele ponerse en el belén al cazador, el antagonista del pescador,
representación de la violencia. Mata aves que, ya en la mitología egipcia más
antigua, son las almas de los muertos. La figura del alma saliendo del cuerpo
en forma de pájaro es un símbolo universal, no sólo de Eurasia sino también de
la América precolombina. Los romanos trataban de interpretar el futuro en el
vuelo de las aves, a las que consideraban espíritus del aire, símbolos de la
espiritualidad. En el arte paleocristiano las aves representan a las almas que
llegaron a la salvación, a la vida eterna. Para los musulmanes, cuando Mahoma
asciende a los cielos, es acompañado por cientos de aves de colores y de canto
melodioso. Por su parte, el espíritu trinitario del cristianismo se representa
por un pájaro blanco con el corazón abierto que, como el ave fénix, alimenta a
sus hijos con su propia sangre.
También
tenemos al leñador, otro elemento clásico del portal, puesto que la madera nos
remite a la cuna, al pesebre y, al mismo tiempo, a la cruz. La madera es un
símbolo universal de la madre, mientras que sus rescoldos y sus cenizas
simbolizan la sabiduría y la muerte. “Polvo eres y en polvo te convertirás”,
dicen las escrituras. La madera, como uno de los materiales más antiguos e
importantes para construir y hacer cosas, representa la materia en general y
especialmente la materia prima, siendo fuerza vital, maternidad, soporte y
cobijo.
Para
ser la tradición cristiana tan de ovejas y corderos no hay en el belén gran
presencia de estos animales y, de haberla, es marginal, con las gallinas, los
patos o los caballos. Pero siempre nos encontramos con la figura del pastor con
una oveja al hombro. El de pastor era el oficio más desprestigiado en el Israel
de los tiempos del nacimiento de Jesús, llegando incluso a ser una condena para
delincuentes de delitos menores. La figura del belén representa la preocupación
por la oveja descarriada, por el pecador que merece atención. Es, tal vez,
dentro de la poca importancia en el teatro navideño, una figura central, porque
nos remite al mismo Cristo y a su misión. Jesús, hijo de David, genealogía a la
que nunca renunció, “soy hijo del hombre”, se ve como un pastor, como pastor
era el gran rey de cuya sangre provenía. Pero es que el pastor es guía de
almas, un sicopompo, y, a la vez, símbolo del poder supremo porque el rebaño es
la expresión de las fuerzas cósmicas, de los ejércitos celestiales. Una de las
más tempranas iconografías de Jesús, tras el abandono de la prevención judía al
antropomorfismo, era la de un pastor con una oveja al hombro, imagen que ya
estaba presente en Mesopotamia siglos antes y que los griegos hicieron suya.
Fueron precisamente los helenizadores del evangelio, con Pablo al frente, los
que extendieron esa imagen: “yo soy el buen pastor”.
Hay
un personaje en el belén en el que poco se reparó hasta que tomó gran
relevancia como figura jocosa y que hoy encontramos con la imagen de Trump, de
Maradona, de Juan Carlos I, de Merkel o de Paquirrín: el hombre cagando en una
esquina del escenario. Se trata de la representación del cambio de ciclo
asociado a la primavera y la revitalización de la tierra a través del abono. Es
una reminiscencia de la mitología naturalista que quedó oculta bajo la
ortodoxia monoteísta y que sobrevivió a la falsedad del nacimiento de Cristo en
invierno. Es un ceremonial del equinoccio de primavera. La mierda se asocia a
lo más desprovisto de valor y a un tiempo, a lo más valioso. En las leyendas y
los cuentos aparece la relación entre las heces y el oro, relación también
presente en la alquimia, pues la nigredo
y la obtención del aurum philosophicum
son los dos extremos de la obra de transmutación. La mierda es vida muerta del
cuerpo, pero también símbolo de la felicidad de la vida corporal. “Cagar es un
placer”, dice un viejo aforismo asturiano. Los alquimistas aún iban más allá:
partiendo de la zona más baja de lo real se alcanza la más alta de lo ideal.
No
falta el puente sobre el río. El puente simboliza la unión, de ahí que haya
pervivido como elemento alegórico hasta nuestros días, incluso como icono de
los actuales billetes de la Unión Europea. En el belén representa el tránsito
de la vida mortal a la eterna a través de Jesús y ese es el sentido que tiene
el calificativo del papa como pontífice,
el que tiende puentes. El pontífice romano es quien media entre dos mundos
separados, entre Dios y el hombre, como escribiera Bernardo de Claraval. El
arco iris, que viene de Iris, la mensajera de los dioses en la mitología
griega, es el símbolo del papa, como es signo de alianza entre Yaveh y los
judíos. Mientras tanto, en China representa la unión del cielo y la tierra. El
puente liga lo sensible con lo suprasensible y en muchas tradiciones simboliza
el paso de un estado a otro, entre una orilla y otra, siendo la muerte el paso
final y transcendental. Por eso el puente suele identificarse con el camino de
los muertos. En la tradición islámica se dice que ese puente es más fino que un
cabello y más resbaladizo que la hoja de un puñal, desde el que los malos
caerán al infierno y los buenos lo pasan hacia el paraíso, unos más rápidamente
que otros, según sus méritos.
Nunca
en un belén falta un molino. En sus muelas se tritura el grano para hacer la
harina con la que, en visión cristiana, se elaborará la hostia que representa
el cuerpo de Cristo. En la edad media veían en el molino una relación entre el
antiguo testamento, el grano, y el nuevo, el pan de la vida que alimenta a los
creyentes. Pero el molino tiene un simbolismo más antiguo: el movimiento de sus
aspas marca el paso del tiempo y la conexión con la eternidad.
No
hay en el belén árboles, como corresponde a la imagen de un país desértico y
muy poco fértil. Pero sí está presente la palmera, que, aunque no es muy
sabido, no es un árbol. La palmera tiene más parentesco con la berza que con el
roble, por decir algo. Es una planta de ambiente evangélico porque nos remite a
la huida de la familia sagrada hacia Egipto. Los evangelios apócrifos nos
hablan de cómo una palmera cubrió con sus ramas a los tres exiliados para que
no fueran vistos por los soldados que los perseguían. La palmera simbolizaba
para los persas la tierra celeste, visión que heredan los sufíes y
conceptualización que llegó a los fenicios y a los cartagineses. El rey
Asdrúbal acuñó en la ciudad que hoy es Cartagena monedas con su rostro en el
anverso y la palmera bajo la estrella en el reverso. Para los egipcios la
palmera era el árbol de la vida y muchas de las columnas de sus templos, en
tiempos del imperio medio, imitaban a las palmeras. Los romanos llamaron a la
palmera phoenix, como el ave de la
resurrección, y aún hoy algunos grados masónicos la llevan como emblema con esa
misma significación. Tambien las ramas de la palmera se identifican con la
entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, en el día que hoy conocemos como domingo de ramos.
Uno
de los elementos más importantes del belén es el pozo. Representa la caída, el
encierro o el error y suele estar asociado a una figura femenina que convierte
esa oscuridad en todo lo contrario, en agua cristalina, en la salvación. El
pozo pertenece al grupo de ideas asociadas al concepto de la vida como
peregrinación: sacar agua del pozo es extraer desde lo más hondo y esa agua
refrescante y cristalina es símbolo de la aspiración sublime. El agua del pozo era
en las alegorías medievales el alma pura, atributo de la mujer. En definitiva,
representa en el cristianismo la salvación, la caída y la recuperación por la
gracia. En el juego de la oca es la casilla 31, la del hombre material (3+1=4),
el primer grado escocista al que llega un maestro masón después de los tres
simbólicos. Quien cae en el pozo debe esperar a que otro jugador caiga para
poder seguir el camino. El pozo simboliza el pecado y el perdón. Es María quien
baja al pozo, convirtiendo el error en certeza y el agua oscura en agua
cristalina. ¿María de Nazartet?, ¿María Magdalena?...
El
paisaje del belén está coronado, en un risco, por el castillo de Herodes, la
representación más negativa del drama, asociada al poder y a la violencia. Un
rey idumeo, ajeno al pueblo que gobierna y títere de los romanos, un déspota
sostenido por las legiones imperiales, que contrasta con un dios nacido pobre y
que viene a predicar el amor y la humildad. También en el belén suele haber un
soldado romano, representante del invasor, de la ley injusta amparada en la
crueldad. También, para los cristianos primeros, el legionario representaba la
defensa del paganismo frente a la nueva fe, una fe que ellos consideraban
auténtica y verdadera. Es llamativo que en el belén no se ve a Herodes, sino
las luces de las ventanas de su castillo, obligando al espectador a imaginar:
Herodes, Salomé, Juan el bautista… El castillo es un símbolo muy complejo de
descifrar. Es casa, hogar, ciudad amurallada, lugar de reclusión y dolor pero
también de refugio y salvación. En muchas leyendas el castillo es la residencia
de Plutón, como vemos en el viaje infernal de Teseo. También Caronte vive en un
castillo, el de “irás y no volverás” de los cuentos folclóricos europeos, muy
parecido al de Melwas, donde guarda secuestrada a la reina Ginebra. En el
sustrato de estas leyendas y cuentos medievales de la vieja Europa se esconde
un mal rey, tal vez el arquetípico Herodes, un mal caballero que habita en el castillo de los infiernos.
También
es normal ver en los riscos de los belenes algunas ruinas. Representan el
triunfo del cristianismo sobre las religiones anteriores y por eso suelen ser
edificios destruidos de estilo grecorromano. Es una tradición napolitana
procedente del tiempo en que se hicieron las primeras excavaciones de Pompeya y
Herculano, dirigidas por Roque de Alcubierre, siendo Carlos de Borbón rey de
Nápoles y Sicilia, el que poco después sería Carlos III de España, reino al que
llevó toda la tradición belenística napolitana.
Y
todo ello bajo el manto de las estrellas, o de la estrella, símbolo del
espíritu como fulgor que es en medio de la oscuridad. Suele ser un símbolo
colectivo, de multiplicidad, representando al ejército espiritual que lucha
contra las milicias de las tinieblas. Las estrellas representan el espíritu de
la victoria, desde la más antigua edad hasta el presente. Cualquier persona
reconoce, por poco interesada que esté en la política del hoy, las banderas de
los Estados Unidos y de la Unión Europea. Son los estandartes de las estrellas
y nadie es indiferente a ellas, porque nadie dejó de sentirse parte del cosmos
cuando, aquella noche, se tumbó a ver el orbe estrellado. La estrella, presente
ya en los jeroglíficos egipcios, representa la elevación hacia el principio,
hacia la fuerza primigenia. La raíz de la palabra estrella está en las palabras educar,
instruir, maestro… magister… La estrella en solitario se reserva al
elegido, al maestro. Dice Mitra, nacido un 25 de diciembre de una madre virgen,
¿casualidad?: “soy una estrella que camina con vosotros y brilla desde lo
hondo”.
Las
estrellas singulares del belén son de cuatro tipos, según el número de sus
puntas: cuatro, cinco, seis u ocho. La estrella que preside el portal tiene
cuatro puntas, signo del hombre material y de la cruz del martirio. Es el
símbolo de la tierra, de la espacialidad terrestre, de la totalidad mínima y de
la organización racional, número de las realizaciones tangibles y de los
elementos.
La
estrella más representada es la de cinco puntas, la que lleva a los magos, el
cometa, representada por eso en el belén con una cola de tres rayos. El cinco
representa al hombre cósmico, al hombre osirificado, iniciado en los misterios.
Al 4 material se le une la iluminación. Es el hombre cósmico (4+1), el hombre
de Vitruvio, tan magistralmente dibujado por Leonardo da Vinci. Es también
símbolo de la salud y del amor, la quintaesencia alquímica actuando sobre la
materia, número de la hierogamia, la unión del principio del cielo (3) y la magna mater (2). Los alquimistas
buscaban esa quintaesencia, el quinto
elemento, el que permitiría crear y perpetuar la vida. Es el pentagrama de las
iglesias románicas y góticas, la búsqueda de la vida, llamado también en el
mundo celta pie de las drudas,
espíritus femeninos de la noche y de carácter benéfico.
Por
su lado, la estrella de seis puntas representa la ambivalencia y el equilibrio,
por ser unión de los dos triángulos que simbolizan el fuego y el agua, siendo
plasmación icónica del alma humana. El 6 es el número de la prueba y del
esfuerzo, relacionado también con la virginidad y con la balanza, con el
equilibrio. Conocida también como sello
de Salomón o estrella de David,
es emblema del pueblo israelita y actual bandera del estado sionista, de
potente trasfondo esotérico (como es
arriba así es abajo), representación de la conexión del espacio celestial
con el terrenal. Para los pitagóricos el 6 era el número perfecto, el punto
medio entre el 2 y el 10, en un mundo en el que el 1 no se contaba y el 0 aún
no existía.
La
estrella de ocho puntas representa la regeneración por ser unión del cuadrado,
el orden terrestre, y el círculo, el orden de la eternidad. En ella se plasma
el equilibrio de las fuerzas antagónicas, la igualación de la potencia material
y la potencia espiritual, el eterno movimiento espiritual de los cielos, la
doble línea signoidea, bien visible en el símbolo que en matemáticas representa
al infinito, interminable y enigmática banda de Moebius. En la edad media el 8
remitía a las aguas primigenias, siendo muchas las pilas bautismales románicas
y góticas recipientes de ocho lados. También en esa época el 8 marcaba el ciclo
de las estrellas fijas, el orden que permanece aunque la materia cambie y con
independencia del movimiento de los planetas. De ahí que la estrella de ocho
puntas se identifique con el mando, siendo el signo del gran maestre templario
que, proyectado sobre la cruz, nos remite a las ocho beatitudes, como ocho son
los lados de las capillas de la orden, Es número sagrado en el lejano oriente: ocho
son los radios de la rueda budista, las hojas del loto, los caminos de la
perfección, los brazos de Visnú. En el primitivo cristianismo el octavo día era
el de la nueva creación, el de la resurrección de Cristo y la esperanza de la
propia resurrección de la humanidad por el poder del padre, el reino del hijo y
la gloria del espíritu, que, como escribe Juan, “ubi vult spirat”.